Por Claudio R. Delgado
Capítulo 1: El susurro del viento.
La pradera se extendía hasta donde alcanzaba la vista, una alfombra verde salpicada de flores silvestres que danzaban suavemente al ritmo del viento.
Era temprano, por la mañana, y el sol apenas comenzaba a rasgar la niebla que dormía sobre las colinas.
Alondra vivía en el último pueblo antes del bosque sin nombre, un rincón del mundo que muchos evitaban y del cual sólo se hablaba en susurros. Tenía doce años, una mirada que parecía contener preguntas sin respuesta, y un colgante antiguo que su abuela le había dejado antes de desaparecer misteriosamente una década atrás.
Esa mañana, el viento hablaba distinto. Silbaba entre los árboles con una voz que parecía tener intención.
Alondra lo escuchó claramente:
—Corre.
No entendía por qué, pero obedeció. Bajó corriendo la colina tras su casa, cruzó el arroyo con un salto torpe, y trepó hasta el risco que daba a la gran pradera. Y entonces los vio.
Mil caballos. Mil. No uno más, ni uno menos. Corrían como una tormenta viva, sus cuerpos envueltos en una energía que parecía encender la tierra misma. El aire chispeaba a su paso. No eran caballos comunes: algunos tenían alas translúcidas como las de las libélulas, otros, ojos que brillaban con luz interior, y algunos dejaban huellas que se llenaban de flores al instante.
Alondra no sabía si temblar de miedo o gritar de emoción.
Y entonces, el caballo con la luna en la frente se separó del grupo. Se acercó, y al detenerse frente a ella, el mundo pareció suspenderse. El colgante de su abuela comenzó a brillar.
—Has sido llamada, dijo una voz en su mente. No era suya. Era antigua. Era poderosa.
Alondra dio un paso adelante.
Capítulo 2: El Lenguaje de los Cascos.
Cuando Alondra tocó al caballo con la luna en la frente, algo cambió. El mundo se desdobló como un papel viejo y reveló otro detrás. Todo lo que conocía —el cielo azul, las colinas verdes, incluso su sombra— se reconfiguró.
Ahora flotaban.
Ella y el caballo estaban sobre un camino invisible en el cielo, hecho de notas musicales sólidas que resonaban con cada paso. No era viento lo que soplaba a su alrededor, sino risas. Risas de criaturas que no podía ver pero que sentía revolotear en su pelo. Las nubes no eran de vapor, sino de algodón de azúcar celeste que chasqueaba con electricidad estática al tocarlas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Alondra, y su voz salió convertida en un pequeño pájaro que revoloteó y se perdió en el horizonte.
—Entre mundos, respondió el caballo, sin mover el hocico. Su voz era como el eco de una tormenta lejana. —Estás cruzando hacia Lunavia, el Reino de lo Desbocado.
Bajo ellos, en la pradera, los otros caballos ahora galopaban en círculos formando espirales luminosas. Uno de ellos —un caballo transparente lleno de constelaciones— relinchó tan fuerte que una lluvia de peces voladores cayó desde una nube.
Alondra se sujetó con fuerza. El camino cambió de forma: ahora era una escalera que se enroscaba en el aire, hecha de ramas vivas que crecían con cada paso. A su alrededor, mariposas con alas de relojes marcaban el paso del tiempo al revés.
—¿Qué es el Reino de lo Desbocado? —pensó.
—Un lugar donde la lógica duerme y los sueños gobiernan. Aquí, todo lo que fue negado en tu mundo existe sin pedir permiso, respondió una voz invisible.
Pasaron por una isla flotante donde las montañas se hacían y deshacían como origamis, y árboles que cantaban ópera discutían entre sí sobre política mágica.
Alondra río. No podía hacer otra cosa. Estaba asustada, fascinada y un poco mareada, pero dentro de ella se encendía algo nuevo. Como si siempre hubiera pertenecido aquí.
—Pronto llegarás al Corazón del Viento, dijo el caballo. —Y entonces, deberás elegir qué tipo de guardiana deseas ser: la del orden… o la del caos.
Y sin más, cayeron en picada hacia una ciudad hecha de cristales flotantes, relojes derretidos y ríos que corrían hacia el cielo.
Capítulo 3: Cristályn, la Ciudad Imposible.
Alondra cayó suavemente, como si el aire mismo la envolviera en brazos invisibles. El caballo lunar aterrizó con un chasquido brillante, como si rompiera una capa de cristal invisible.
Ante ella se alzaba Cristályn, la Ciudad Imposible.
No tenía calles en el sentido normal. Los caminos eran flujos flotantes de luz que se movían solos, llevándote a donde te necesitaban más, no a donde tú querías ir. Las casas flotaban en el aire, girando lentamente, hechas de vidrio, humo o incluso pura música. Algunas tenían puertas que se abrían solo si reías; otras, sólo si recordabas tu sueño más olvidado.
En la plaza principal, una fuente lanzaba agua que subía, no bajaba. Los chorros formaban figuras danzantes —osos azules, dragones de fuego frío, bibliotecas giratorias— antes de deshacerse en lluvia de estrellas.
Criaturas insólitas transitaban las avenidas:
Un búho con cuerpo de reloj de arena que hablaba al revés.
Una niña con un abrigo hecho de palabras sueltas, que parecía desvanecerse cada vez que alguien la miraba.
Y un caracol gigante que vendía helados que te hacían recordar cosas que nunca viviste.
—¿Dónde estamos realmente? —preguntó Alondra, aunque su voz ahora salía como burbujas que explotaban en canciones de cuna.
—En el vórtice de lo no probable, dijo el caballo. —Aquí vienen los que han sido tocados por lo Desbocado. Aquí nacerás de nuevo.
Un ser flotante se le acercó. No tenía forma definida, solo luz, aroma a menta y una voz como campanillas.
—Bienvenida, Guardiana. El Consejo de los Fragmentados te espera.
De repente, un reloj gigante en el cielo se quebró. Una sombra atravesó la ciudad como una marea negra. El aire se tensó, las risas cesaron, y los edificios giratorios comenzaron a vibrar.
—No puede ser… —susurró el caballo. —Él despertó. El Cazador del Silencio ha cruzado la grieta.
Alondra sintió un escalofrío. Algo venía. Algo que no debía existir ni siquiera en este mundo absurdo.
Y la ciudad mágica, con toda su maravilla, contuvo el aliento.
Capítulo 4: Ecos de lo Olvidado.
El aire en Cristályn parecía ahora hecho de cristal quebrado. Todo seguía flotando, girando, brillando, pero una tensión invisible se deslizaba entre los edificios como un gato que sabe que algo va mal.
Guiada por el caballo lunar, Alondra fue llevada a través de una puerta que no estaba ahí hace un momento. Era una grieta en el aire, sostenida por un arco de relojes suspendidos, todos marcando diferentes siglos.
Dentro, el mundo cambió otra vez.
La Sala del Consejo de los Fragmentados era un anfiteatro colosal, construido enteramente de pedazos: trozos de sueños, ruinas de pensamientos, recuerdos rotos de civilizaciones extintas. Las paredes cambiaban de forma según lo que uno pensara. Una de ellas mostraba a Alondra de bebé, siendo acunada por su abuela, aunque jamás recordaba haber estado en aquel lugar.
Allí, sentados en tronos flotantes, estaban los Fragmentados. No eran humanos, ni del todo criaturas:
Uno tenía la mitad del rostro como una máscara de teatro y la otra mitad como un cubo de Rubik que giraba lentamente.
Otra era una mujer de cristal llena de grietas, con pájaros volando dentro de su torso.
Un tercero era un enjambre de mariposas parlantes que respondían todas al mismo nombre: “El Nosomostodo”.
—Alondra, Guardiana naciente —dijo el Nosomostodo con miles de voces—. Has sido traída antes de tiempo. El ciclo aún no debía girar.
—¿Antes de tiempo? —preguntó ella. El caballo lunar asintió.
—El Cazador del Silencio ha roto el tiempo. No debió despertar sino dentro de mil olvidos más.
El nombre resonó en la sala y la temperatura descendió. Incluso el aire pareció apagarse.
—¿Quién es ese cazador? —Alondra apretó el colgante de su abuela, que latía como un corazón.
La mujer de cristal habló con voz que se deshacía:
—Es lo que queda cuando un mundo decide olvidar sus maravillas. Es la nada con voluntad. Se alimenta del silencio, destruye lo improbable, devora la magia. Si llega a Cristályn… todo esto —hizo un gesto amplio con los brazos— será estático. Normal. Muerto.
Un fragmentado —hecho enteramente de ideas que parpadeaban como luces— añadió:
—El Cazador fue sellado hace mil danzas por una Guardiana. Tu abuela, Alondra. Pero el sello está roto. Y ahora, solo tú puedes contenerlo de nuevo.
La niña tragó saliva. Era demasiado, demasiado grande.
—¿Y cómo lo detengo?
Silencio.
Entonces, el Nosomostodo habló, suave como un trueno:
—Para vencerlo, debes encontrar la Nota Inexistente. Una melodía que jamás fue compuesta, pero que vive escondida en un rincón de lo irreal. Sólo esa música puede hacer dormir al Silencio otra vez.
El caballo relinchó con un brillo feroz en los ojos.
—Y para encontrarla, deberás viajar a la Biblioteca de los Libros que Nunca Fueron Escritos.
Alondra respiró hondo. Estaba asustada, sí, pero también emocionada.
—Entonces vamos. Antes de que el Silencio nos borre a todos.
Capítulo 5: La Biblioteca de los Libros que Nunca Fueron Escritos.
El viaje comenzó al caer en un pozo de tinta.
Sí, tinta. Negra, espesa y tibia como la nostalgia. El caballo lunar galopó sin miedo dentro del charco abierto en medio del salón del consejo, y Alondra, confiando más en su instinto que en su razón, lo siguió.
No cayeron. Flotaron. Luego giraron. Luego… todo fue una palabra aún no inventada para describir la sensación de ser al mismo tiempo papel, pensamiento y viento.
Cuando sus pies tocaron el suelo otra vez, estaban ante una torre infinita.
La Biblioteca de los Libros que Nunca Fueron Escritos no tenía techo ni fondo. Sus estantes flotaban en espirales, sostenidos por ramas de árboles que crecían con cada idea no nacida. Los libros brillaban con palabras cambiantes, y algunos susurraban cosas al pasar. Otros gemían, esperando que alguien los leyera para finalmente existir.
Un bibliotecario se acercó flotando. Era una figura encapuchada, con una barba hecha de puntos suspensivos y ojos que eran comillas abiertas.
—Bienvenidos al lugar donde las historias olvidadas respiran —dijo—. Aquí encontrarán lo que nadie se atrevió a escribir.
Alondra miró asombrada. Un libro se abrió solo ante ella y mostró una historia sobre una niña que salvaba un mundo al aprender a llorar en la dirección correcta. Otro libro tenía alas y salía volando cada vez que alguien intentaba leerlo. En el fondo, una estantería entera estaba en huelga, negándose a revelar sus títulos hasta que les escribieran finales felices.
—¿Dónde está la Nota Inexistente? —preguntó Alondra.
—No se encuentra. Te encuentra —respondió el bibliotecario.
El caballo lunar relinchó y sus cascos comenzaron a resonar con una melodía débil, como si una canción intentara nacer desde el aire mismo.
Alondra siguió el sonido. Subió por una escalera hecha de frases inconclusas, cruzó un puente colgante de argumentos sin resolver, y finalmente llegó a una sala donde solo había un libro.
El libro era blanco.
Totalmente.
Sin letras, sin portada, sin nada. Sólo un pulso. Un latido.
Cuando lo tocó, una nota —ni aguda ni grave, ni real ni soñada— resonó en su mente. Era imposible de describir, pero tan perfecta que hizo llorar a las letras invisibles del aire.
—La Nota Inexistente vive en ti, dijo una voz detrás de ella. Era su abuela. O una proyección de ella, tejida por recuerdos no vividos.
—Tienes el corazón que canta. No luches contra el Silencio… cántale.
Y entonces, una sombra rasgó el cielo de la biblioteca.
El Cazador del Silencio había entrado. Y venía por su canción.
Capítulo 6: La Sinfonía de los Ecos Rotos.
El cielo de la Biblioteca comenzó a agrietarse como porcelana fina.
Desde la grieta emergió el Cazador del Silencio, no como una criatura con forma, sino como una ausencia. Era un hueco móvil en la realidad, una figura imposible definida sólo por lo que no era. A su paso, los libros dejaban de existir. Las palabras huían de las páginas. El sonido mismo se deshacía.
Alondra sintió el aire vibrar como si el mundo contuviera el aliento.
—No tiene ojos —dijo el bibliotecario, sus palabras caían como hojas secas—, porque nunca miró el mundo con amor.
El Cazador descendió, y con cada paso, la torre temblaba. Intentó tocar la Nota Inexistente, pero esta se le escurría entre los dedos como una melodía olvidada por el tiempo. El caballo lunar, reluciente y tembloroso, la miró con ojos de infinito.
—Toca la nota, dijo. —Pero no con manos. Con lo que duele y arde y vuela dentro de ti.
Alondra cerró los ojos.
Y cantó.
Pero no con voz.
Cantó con cada recuerdo que nunca tuvo, con cada historia que quiso escribir y nunca se atrevió. Su canto era un torrente de imágenes:
Un diente de león que flotaba eternamente sin llegar al piso.
Un abrazo que curaba todas las versiones rotas de una misma persona.
Una risa que nacía del llanto y lo transformaba.
Un caballo hecho de luna que galopaba sobre los sueños de los que ya no sueñan.
El Cazador intentó silenciarla.
Extendió su sombra, y con ella intentó arrancar de raíz toda emoción, todo asombro. Pero el canto creció. No era armonioso. Era extraño. Desafinado. Terriblemente bello. Como una orquesta de instrumentos que no existían tocando una sinfonía que nadie más podía entender.
Y entonces, en medio de esa música imposible, Alondra dejó de ser niña por un momento. Fue guardiana. Fue grieta. Fue eco. Fue fuego que baila en medio del hielo.
El Cazador del Silencio retrocedió.
Por primera vez, tembló.
Y con un estallido que no hizo ruido, desapareció. No destruido, sino dormido, envuelto en un acorde tan puro que incluso el olvido tuvo que recordarlo.
La Biblioteca suspiró. Los libros regresaron. El bibliotecario sonrió por primera vez en siglos.
—Guardiana del Imposible —dijo—, el mundo vuelve a latir porque tú cantaste lo que nunca se escribió.
Y el caballo lunar se inclinó ante ella, como si reverenciara no a una niña… sino a una leyenda naciente.
Epílogo: El Día en que los Relojes Se Rieron.
Desde aquel día, el mundo nunca volvió a ser igual.
En el pueblo donde Alondra había nacido, los relojes comenzaron a reír a la misma hora cada tarde, como si recordaran algo que jamás había pasado pero que deseaban que hubiera ocurrido.
Las nubes aprendieron a escribir poemas en el cielo, y los gatos comenzaron a hablar… pero sólo en acertijos de cinco versos.
Cristályn, la Ciudad Imposible, celebró durante nueve lunas y una siesta. La fuente central cambió su agua por limonada violeta que otorgaba sueños lúcidos de vidas alternativas. Los árboles cantores compusieron una ópera sólo audible por los que jamás mintieron en su infancia. Y el caracol gigante vendió un nuevo helado con sabor a “lo que podrías haber sido si hubieras bailado más cuando nadie te miraba”.
Alondra, ahora Guardiana del Imposible, no vivía en un castillo ni en una torre. Su hogar era una casa que caminaba sola por los cielos, sostenida por globos hechos de secretos felices. Dentro, tenía un piano que tocaba canciones que aún no habían sido compuestas y una cama que cambiaba de tamaño según su nivel de esperanza.
El caballo lunar, su compañero eterno, pastaba en campos de auroras boreales.
A veces, en noches extrañas, Alondra descendía a la Tierra.
No para salvarla, sino para recordarle que aún había maravillas por inventar. Caminaba entre los niños que soñaban despiertos, entre ancianos que aún escribían cartas sin destinatario, y entre artistas que pintaban lo que no veían.
Y cuando se iba, dejaba siempre algo: una nota, una risa en una botella, una pregunta sin respuesta o una pequeña canción sin sentido… que, sin embargo, hacía florecer una piedra.
Porque el mundo real, después de todo, no es menos mágico.
Solo está esperando que lo cantes.
